Tengo diez minutos para escribir en plena libertad.
Eso suena espectacular, hasta que lo quiero llevar a cabo y me doy cuenta que no es tan fácil.
Un lenguaje limitado, aún con todo lo rico que es el
castellano en su variedad solo puedo usar las palabras que aprendí, no esas
palabras inventadas en mi infancia o las palabras estéticamente bellas por las
que me calificaban con un UNO en Contabilidad, palabra que se vería mejor con V
y así lo manifesté en mis exámenes hasta que aquella mala nota limitó mi
rebeldía ortográfica.
Al aceptar esa libertad limitada, paso a la siguiente
casi sin darme cuenta. Solo puedo escribir de lo que sé, lo que conozco, lo que
imagino, lo que pienso, lo que está al alcance de mi memoria y nada más, no sé
ir más allá.
Como la libertad, que creía tener cuándo decidí
casarme con mi novio de la adolescencia, pensando, que iba a disfrutar salir de
la casa paterna. Sentía, que siendo la esposa de un típico burgués iba a
aprovechar mi tiempo libre, pero enseguida esa libertad se transformó en dependencia
económica. Entonces tomé mi libertad al hombro y la llevé para otros rumbos, un
lugar diferente, con otros brillos, en los que también me sentí libre por un
ratito, tal vez dos. Pero la realidad siempre nos limita.
Lo que daría en este momento por armarme un
cigarrillo, si solo hubiese comprado papel para armarlos. Y ahí está la
realidad, arruinándome todo otra vez.
Y me siento desagradecida, tengo la posibilidad de
escribir lo que quiera y solo pienso en dibujar, con muchos colores, ideas que
vuelan sin explicación ni sentido, pero no, eso no está dentro de lo acordado,
de lo que debo hacer en esta clase.
Noto que mi imaginación escapa por la ventana mientras
miro la hoja en blanco, pienso en ese tiempo limitado, esos diez minutos, que
no alcanzan ni para soñar y sin embargo terminan justo cuando todavía no
comencé.
Quizás en la clase de pintura se me ocurra qué
escribir.
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