Todo está oscuro a mi alrededor. No siento ni miedo ni desesperación, alcanza abrir los ojos para volver a ver lo que me rodea.
Me recuerda a
mamá. Ella me contaba que, cuándo era chica y se enojaba con sus hermanos
mayores, cerraba muy fuerte los ojos para que todos quedaran a oscuras. No sé cuándo se dio cuenta que eso no pasaba,
no sé si realmente lo hizo, pero su imagen parada en medio de su familia es
algo que jamás olvidaré, casi como si yo misma la hubiese visto.
En estos días la
recuerdo mucho, imagino cuánto hubiese sufrido este encierro obligado. Ella,
que necesitaba hablar con la gente, tomar mate con sus amigas, ir al Bingo con
su hermana y su ahijado, abrazar a mis sobrinas, codearse cómplice con mi
cuñada, preparar el equipaje para pasar nuestros inviernos en Europa, eso que
hacía cada año desde que nacieron mis sobrinos portugueses. Esa desesperación y
lágrimas, que dejaba cuándo la acompañaba a Ezeiza en mayo, ya con frío, y seguramente
también cuándo subía al avión de regreso en septiembre. Ella no sabía lo que
era pasar un invierno, vivía saltando de primavera en primavera.
Nos quería a
todos juntos, necesitaba tenernos cerca y confirmar, que éramos felices, pero
no podía.
Quiero cerrar los
ojos, hacerme amiga de mis miedos.
Me encantaría
abrir los ojos y tener a mis amigas cerca,
no por videollamada. Almorzar realmente juntas, pasarnos el vino, pelear
por la única frutilla del postre. Necesito miradas cómplices, a las hermanas
elegidas, juntarnos como en una torre de Babel y charlar todas a la vez, reír
de los chistes a medio contar porque todas sabemos el final.
¡¡¡Necesito a mi
gente cerca!!!
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