sábado, 5 de septiembre de 2020

Mi amada ciudad ya no brilla, o la que no brilla soy yo...

 Desde abril, todos los meses voy a la oficina un día, alrededor del 10, pero esta vez por una crisis en medio de la pandemia, me tocó ir el 2, un miércoles, cuándo prefiero ir los martes.

El tráfico estaba molesto, papá decía, que los días de lluvia se llena de domingueros y así lo sentí en un día cuasilaboral de covid.

La plaza de Mayo rodeada de autos estacionados, pero sin personas caminando apuradas esquivando codazos.

Al llegar, ya no compartí el ascensor con alguien, recordando que tenía que dejarlos pasar por falta de espacio.

Llegué al piso, y estaba todo oscuro, esperé unos minutos hasta, que la única persona presente me abrió la puerta. A través del vidrio veía los dos televisores apagados, el mostrador de recepción donde había plantas, ahora tenía rociadores de alcohol.

Preparé la cafetera, como siempre hacía, pero esta vez no encontré café. Se lo habían “robado” del otro sector, así que caminé con mi tacita encendiendo las luces por pasillos vacíos para conseguir mi querido brebaje oscuro.

Antes llamaba por interno a mis compañeras, ahora me llenan de audios el whatsapp, y yo odio los audios.

Sin cadete, me tocó ir hasta la librería con dos libros muy importantes dentro de una bolsa negra de basura en mi bolso, paraguas en mano enfrenté esas cuadras, que hacía meses que no recorría.

Miré hacia el cielo gris y no vi aviones, ni siquiera palomas, solo la llovizna molesta.

La gente ya no te choca al caminar por la calle, nos evitamos como si tuviésemos una burbuja alrededor, o quizás más como un cono de silencio de una vieja serie de televisión.

Descubrí calles peatonales convertidas en estacionamiento de ambas manos y con más tráfico que Av. De Mayo.

Caminé hacia Florida, viendo con tristeza locales en alquiler, intentando adivinar cuál era el rubro que no pudo soportar la crisis y cerró.

Me detuve frente a la vidriera del negocio en el que alguna vez compré acrílicos y pinceles, me acerqué a la puerta pensando en lo que necesitaba  y pedí dos barbijos de oferta.

Los bares, que servían desayunos y almuerzos, hoy con las sillas sobre las mesas peleando por los pocos deliverys,  que se pueden, hacer en un lugar casi sin oficinas habilitadas.

Volví a la oficina, ya estaban los firmantes así que pude terminar mis tareas urgentes y me tomé diez minutos, para charlar con un compañero del que no sabía nada desde marzo. Lo noté tan gris y cansado, tan oscuro como su negro barbijo. Intenté recordar su sonrisa, pero no pude.

De regreso, el tráfico ya no era el mismo, la furia de las primeras horas se habían convertido en el desierto del atardecer, como si le tuviésemos miedo a la noche.

Ya en mi casa, mi lugar, todo estaba en orden, igual que cuándo me fui.  Yo ya no era la misma y sentía, que mi amada ciudad ya no brillaba, como si estuviese en duelo por un mundo, que no puede superar su enfermedad.

viernes, 4 de septiembre de 2020

y si, yo también me quejo

 

Me quejo, porque no tengo permiso para ir comprar una máquina para mi reloj de pared, que no funciona; no uso reloj de muñeca y dependo del celular o la tv para saber qué hora es.

Me quejo, porque mi mesa de trabajo se convirtió en una montaña de desorden: computadora, calculadora, mouse, teclado numérico, taza, lentes, cartuchera, hasta un pincel, que no sé de dónde salió ni recuerdo cuándo lo puse ahí.

Me quejo, porque tengo una pilas de papeles para ordenar, una pila de ropa para guardar y una pila de utensilios de cocina que lavar.

Me quejo y estoy cansada de no poder reunirme con mis amigos, además ahora me sugieren que no me ría ni grite y una, a la que quiero mucho, está algo sorda y no usa audífono.

Me quejo, porque me corté el cabello y ya no me gusta, pero al menos eso crecerá.

Me quejo, porque el sábado debería ser mi día más tranquilo. No trabajo, pero tengo que ir a buscar algo que compré en Avellaneda, luego 7 horas de taller de astrología y no puedo decidirme entre una conferencia sobre fotografía o una obra de teatro del San Martín por tv.

Me quejo, porque tengo que pedir un permiso para ir a asistir a papá y nadie me lo pide, tanto de ida como de vuelta. Un domingo eterno, sintiendo que el tiempo no pasa nunca.

Me quejo, porque mis gatos se meten conmigo en el baño, aunque estén durmiendo escuchan movimiento y saltan de donde estén para acompañarme. Mi gata aprendió a abrir la puerta así que cerrarla no es opción.

Solo me quejo, pero no hago nada al respecto.

Y las redes sociales alimentan mis quejas, casi como un tiempo compartido de quejas dónde cada uno suma la suya a la de los demás y vamos aumentando presión.

Me subo al camioncito en el que todos vamos quejándonos hasta perder la noción de por qué nos estamos quejando.

Nos quejamos en masa. Nos dejan levando durante 170 días. Nos hornean.  Y con ese pan alguien se come un sanguchito.