Me quejo, porque
no tengo permiso para ir comprar una máquina para mi reloj de pared, que no
funciona; no uso reloj de muñeca y dependo del celular o la tv para saber qué
hora es.
Me quejo, porque
mi mesa de trabajo se convirtió en una montaña de desorden: computadora, calculadora, mouse, teclado numérico, taza,
lentes, cartuchera, hasta un pincel, que no sé de dónde salió ni recuerdo
cuándo lo puse ahí.
Me quejo, porque
tengo una pilas de papeles para ordenar, una pila de ropa para guardar y una
pila de utensilios de cocina que lavar.
Me quejo y estoy
cansada de no poder reunirme con mis amigos, además ahora me sugieren que no me
ría ni grite y una, a la que quiero mucho, está algo sorda y no usa audífono.
Me quejo, porque
me corté el cabello y ya no me gusta, pero al menos eso crecerá.
Me quejo, porque
el sábado debería ser mi día más tranquilo. No trabajo, pero tengo que ir a
buscar algo que compré en Avellaneda, luego 7 horas de taller de astrología y
no puedo decidirme entre una conferencia sobre fotografía o una obra de teatro
del San Martín por tv.
Me quejo, porque
tengo que pedir un permiso para ir a asistir a papá y nadie me lo pide, tanto
de ida como de vuelta. Un domingo eterno, sintiendo que el tiempo no pasa
nunca.
Me quejo, porque
mis gatos se meten conmigo en el baño, aunque estén durmiendo escuchan
movimiento y saltan de donde estén para acompañarme. Mi gata aprendió a abrir
la puerta así que cerrarla no es opción.
Solo me quejo,
pero no hago nada al respecto.
Y las redes
sociales alimentan mis quejas, casi como un tiempo compartido de quejas dónde
cada uno suma la suya a la de los demás y vamos aumentando presión.
Me subo al
camioncito en el que todos vamos quejándonos hasta perder la noción de por qué
nos estamos quejando.
Nos quejamos en
masa. Nos dejan levando durante 170 días. Nos hornean. Y con ese pan alguien se come un sanguchito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario