Desde abril, todos los meses voy a la oficina un día, alrededor del 10, pero esta vez por una crisis en medio de la pandemia, me tocó ir el 2, un miércoles, cuándo prefiero ir los martes.
El tráfico estaba
molesto, papá decía, que los días de lluvia se llena de domingueros y así lo
sentí en un día cuasilaboral de covid.
La plaza de Mayo rodeada
de autos estacionados, pero sin personas caminando apuradas esquivando codazos.
Al llegar, ya no
compartí el ascensor con alguien, recordando que tenía que dejarlos pasar por
falta de espacio.
Llegué al piso, y estaba
todo oscuro, esperé unos minutos hasta, que la única persona presente me abrió
la puerta. A través del vidrio veía los dos televisores apagados, el mostrador
de recepción donde había plantas, ahora tenía rociadores de alcohol.
Preparé la cafetera,
como siempre hacía, pero esta vez no encontré café. Se lo habían “robado” del
otro sector, así que caminé con mi tacita encendiendo las luces por pasillos
vacíos para conseguir mi querido brebaje oscuro.
Antes llamaba por
interno a mis compañeras, ahora me llenan de audios el whatsapp, y yo odio los
audios.
Sin cadete, me tocó ir
hasta la librería con dos libros muy importantes dentro de una bolsa negra de
basura en mi bolso, paraguas en mano enfrenté esas cuadras, que hacía meses que
no recorría.
Miré hacia el cielo gris
y no vi aviones, ni siquiera palomas, solo la llovizna molesta.
La gente ya no te choca
al caminar por la calle, nos evitamos como si tuviésemos una burbuja alrededor,
o quizás más como un cono de silencio de una vieja serie de televisión.
Descubrí calles
peatonales convertidas en estacionamiento de ambas manos y con más tráfico que
Av. De Mayo.
Caminé hacia Florida,
viendo con tristeza locales en alquiler, intentando adivinar cuál era el rubro
que no pudo soportar la crisis y cerró.
Me detuve frente a la
vidriera del negocio en el que alguna vez compré acrílicos y pinceles, me
acerqué a la puerta pensando en lo que necesitaba y pedí dos barbijos de oferta.
Los bares, que servían
desayunos y almuerzos, hoy con las sillas sobre las mesas peleando por los
pocos deliverys, que se pueden, hacer en
un lugar casi sin oficinas habilitadas.
Volví a la oficina, ya
estaban los firmantes así que pude terminar mis tareas urgentes y me tomé diez minutos,
para charlar con un compañero del que no sabía nada desde marzo. Lo noté tan
gris y cansado, tan oscuro como su negro barbijo. Intenté recordar su sonrisa,
pero no pude.
De regreso, el tráfico
ya no era el mismo, la furia de las primeras horas se habían convertido en el
desierto del atardecer, como si le tuviésemos miedo a la noche.
Ya en mi casa, mi lugar,
todo estaba en orden, igual que cuándo me fui. Yo ya no era la misma y sentía, que mi amada
ciudad ya no brillaba, como si estuviese en duelo por un mundo, que no puede
superar su enfermedad.
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